Dicen que es bueno darse un regalo de cumpleaños, sea lo que sea, consentirse con algo que consideremos especial o importante tiene un gran valor. Mi regalo fue el concierto de Goran Bregovic, músico serbio, que puesto en mis términos lleva la música y espíritu gitano alrededor del mundo.

También es sabido que los gitanos han sido discriminados desde hace años, Víctor Hugo nos lo deja bastante claro con el Jorobado de Notre-Dame; fueron perseguidos junto con los judíos por Hitler y actualmente son rudamente juzgados en diversas sociedades por su origen. La riqueza de su cultura y su vida nómada hace de ellos un grupo extraño de personas.

Goran ha hecho el soundtrack de algunas películas de Emir Kusturica, que en mis palabras: lleva lo exótico de Europa del este de manera que todos los occidentales podamos entender mejor ese mundo. No solo me encanta el trabajo de ambos artistas por las obras per se, encuentro su trabajo necesario para recordarnos que a pesar de que cada cultura sea diferente todos compartimos ciertos ideales. Ninguno ha intentado defender a los gipsies, tampoco intentan dar un sermón a quien no esté de acuerdo con su modo de vida, simplemente nos dan acceso a su universo. “Simplemente” lo digo como si no fuera nada, pero lo más sencillo llega a ser lo más complejo de conseguir.

Pero Goran no solo hace eso, no, este hombre tiene el maravilloso poder de transportar a su audiencia en el tiempo y en el espacio. Con él no hay aquí ni ahora. Viajamos a los Balcanes pero al mismo tiempo no estamos en ningún lugar. Sí, la música es un lenguaje universal. Escucharlo es realmente una fiesta perpetua que se lleva en la sangre.

Así que el 18 de octubre en el Plaza Condesa fui a ver a este gran músico junto con su orquesta para bodas y funerales. La vida humana en tan solo unos cuantos instrumentos y unas pocas voces. Todo lo que un hombre tiene para celebrar y lamentar estaba contenido en sus melodías. El principio de la vida y su fin, todo me parecía hermoso y aún no empezaba el espectáculo.

Y sonó el corno francés (nombre extremadamente largo y que no hace justicia a lo que escuché). Los pies de la audiencia temblaban con emoción, pronto podríamos empezar a bailar como si estuviéramos en nuestra propia boda o funeral, es decir, sin parar.

No estoy segura de que la gente a mi alrededor hablara serbio o romaní, pero eso no nos impidió cantar a todo pulmón lo que creíamos entender. Brincamos y movimos las caderas sin parar, de vez en cuando movíamos los brazos y hasta una niña de apenas un año veía el todo con gran atención. El concierto se grabó en mi piel. Cada canción que esperaba escuchar en vivo fue reproducida ahí, por personas de carne y hueso, y sobre todo por el señor de traje blanco y zapatos azules con brillos: Goran.

Fueron dos horas de fiesta balcánica, la energía se agotaba canción tras canción, hasta que opté por sentarme y ver con ojos llorosos todo lo que rodeaba. Cuando muera, todos en la ceremonia deberán bailar hasta que sus pies digan “no más”. Y cuando me case, también, solo para irlos acostumbrando. Y mientras centenas de jóvenes bebían cervezas o tragos coquetos en los bares circundantes, en el Plaza Condesa le dimos la vuelta al mundo y regresamos un poco más gitanos de cuando llegamos.

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Chloe N.