A continuación presento la traducción de un artículo escrito por Émile Zola, conocido como el padre del naturalismo, en torno a la censura durante el reino de Napoléon III en Francia. Este país que conocemos por su defensa a la libertad conoció momentos oscuros en los que ésta no solo no estaba bien definida, sino que no podía ser nombrada.

Pocos conocen a Zola como periodista, cronista o comentador literario o cultural. Sin embargo, su voz tenía un peso importante antes de escribir su famosa defensa J’accuse a favor del Capitán Dreyfus. De no ser por el caso Dreyfus, en el que expone a los culpables de las falsas acusaciones de espionaje a las que es condenado este capitán y revela los vicios de los altos cargos de la Tercera República y su antisemitismo, y por algunas de sus novelas, el trabajo critico de este autor pasaría completamente desapercibido.

Por eso quiero compartirles el siguiente texto publicado en 1869 para el diario La Tribune, que habla de México, Maximiliano, Manet y Napoléon III, espero sea buen material de reflexión.

Chloé N.

La Tribune

Fundado en junio 1869, La Tribuna, primero un semanario y más tarde un diario, aprovechó la relativa liberación política para dar voz a la oposición republicana, burguesa y moderada. Zola se comprometió para una “Charla[1]” regular, más literaria que política, contestando a su “inspiración del momento”.

Al seno de este “estado mayor de inteligencia republicana”, Zola se considera solo, “con el asistente de la oficina”, a no ser candidato para las elecciones[2]. Sin embargo, sus crónicas del cotidiano parisino se comprometen cada vez más, alternando ficción, ironía y basadas en los hombres de poder, sobre un tono conminatorio: “Nos acusan de ser implacables. Esperen a mañana, y verán si el porvenir  es más indulgente que nosotros” (20 de agosto 1869). Esta colaboración se persigue hasta la desaparición del periódico en enero 1870. He ahí Zola transformado en cronista político.

Puntas de alfiler

 Leí, en el último número de La Tribune, que venían de rechazarle al Sr. Manet la autorización para sacar una litografía representando la ejecución de Maximiliano.

He ahí una de las medidas que salvan a un gobierno. ¿Estará acaso el poder enfermo para que sus servidores crean deberle evitar hasta la más pequeña contrariedad?

Los censuradores sin duda pensaron: “Si permitimos fusilar a Maximiliano en público, su sombra deambulará, con sus quejas siniestras, en los pasillos de las Tullerías. Este es un fantasma que nuestro deber exige confinar.”

Sé bien qué litografía estos señores estarían encantados de autorizar, y le aconsejo al Sr. Manet, si quiere tener ante ellos verdadero éxito, de representar a Maximiliano rebosante de vida, con su mujer a su lado, contenta y sonriente, haría falta además que el artista hiciese comprender que México jamás fue ensangrentando y que vive y vivirá por largo tiempo bajo el reino bendecido del protegido de Napoleón III. La verdad histórica, así entendida, haría verter lágrimas de felicidad a la censura.

En el fondo, al principio no me explicaba el rigor de la censura hacia la obra del Sr. Manet. Recordaba haber visto, en todas las vitrinas de las papelerías, una imagen de a peso, sacada, pienso, de los talleres de Epinal, la cual representaba los últimos momentos de Maximiliano con una ingenuidad terrible. ¿Por qué prohibir a un artista de talento lo que se le había permitido a un industrial? Creo haber encontrado hoy la llave de este enigma, y esta llave es una verdadera perla.

Al examinar una muestra de la litografía incriminada, noté que los soldados que fusilaban a Maximiliano llevaban un uniforme casi idéntico al de nuestras tropas. Los artistas fantásticos otorgan a los mexicanos trajes de ópera cómica; el Sr. Manet, quien quiere con amor la verdad, dibujó trajes verdaderos, que nos recuerdan en gran medida a los de los cazadores de Vincennes.

Ahora comprenden el pavor y la ira de los señores censuradores. ¡Qué? Un artista osaba ponerles bajo los ojos una ironía tan cruel, ¡Francia fusilando a Maximiliano!

De estar en el lugar del Sr. Manet lamentaría no haber tenido la intención de crear el epigrama sangriento que la censura le habrá atribuido.

El Sr. Manet se consuela: pronto estará, se dice, por maestro y amo, el Sr. Haussmann, quién es designado como probable sucesor del mariscal Vaillant en el ministerio de las Bellas Artes.

Que el Sr. Haussmann reine sobre los albañiles, eso es lógico; sin embargo ahora que finalmente parece comprenderse que un soldado no está hecho para dar instrucciones a un pintor, es ridículo que se contemple remplazar a un soldado por un emprendedor inmobiliario.

¡Ay! ¡Las bellas demoliciones que el Sr. Haussmann sueña ya de practicar en el arte contemporáneo! Aseguran que exigirá que todos los telares tengan la misma dimensión, y que todos los cuadros se hagan sobre un modelo uniforme. La Ville se llenó con los materiales de estos cuadros, operaciones pequeñas cuyos beneficios serán empleados para cubrir el déficit de su deuda.

Si los artistas rechazan los cuadros, el Sr. Haussmann ha decidido pasar por encima de estos para amueblar los Salones anuales. Encargará a sus empleados que pinten, en sus tiempos muertos, las casas de los nuevos bulevares, de modo que, las próximas exposiciones serán un recuento de las maravillas obtenidas bajo su reinado.

Saben que el Sr. Haussmann ha defendido con vivacidad poseer una sola casa en París. Ha declarado, con gran solemnidad, que sus propiedades se encontraban en provincia.

Esta declaración era inútil, todo el mundo sabía cómo estaban las cosas. Si el Sr. Haussmann fuera propietario en París, no se entretendría tanto en poner boca abajo esta ciudad de una manera tan ruda.

Hace muestra de su actividad al hacer brincar el pavimento; su trajín no es más que el empeño zèle de un buen funcionario. Pero sonríe bajo su barba: “Cuando vuelva París inhabitable, piensa, me retiraré al fondo de algún departamento. Me burlo de todo esto: todas mis propiedades están en provincia.”

Los periódicos anuncian que el gobierno pontificio tomó medidas para que los soldados de su armada, sin excepción, sean equipados de fusiles Remington el próximo 15 de marzo.

No se ha dicho si el papa bendecirá estos fusiles, implorando al Cielo velar por que ninguno de sus cartuchos se pierda. El papa no es rico y el plomo es caro. Cada tiro matará a su hombre, si Dios protege su dulce pontificado.

4 de febrero 1869



[1] En francés se le llama: Causerie que designa una conversación u exposición llevada con un tono familiar sin un fin determinado.

[2] Zola desea formar parte de la administración republicana.