Hace poco leí una de las mayores obras de cultura que he tenido la fortuna de encontrar. La escribió un escritor chileno. Es una novela dividida en partes, en cinco partes. Dado que su autor murió antes de su publicación, sus familiares acordaron con la firma editorial Anagrama que se habrían de publicar las cinco partes en un mismo volumen de tamaño bíblico. La parte de los críticos. La parte de Amalfitano. La parte de Fate. La parte de los crímenes. La parte de Archimboldi. 2666 fue escrita por Roberto Bolaño y se publicó en el 2004.

Sería un tanto innecesario que este espacio lo utilizara para contar de qué se trata la historia o cuál es la trama principal a partir de la que se desarrollan los hechos. Más que innecesario sería un acto ofensivo hacer un intento (que incluso nace fallido) por contar el final de una novela como la que es y que lo primero que me hizo pensar fue en que alguien pensó y vivió todas las palabras de sus mil ciento diecinueve páginas. Incluso sería demasiado pretencioso no decir que estas palabras sólo son una forma de agradecimiento por haber leído este libro. No sé a quién se le dan las gracias, pero supongo que a los muertos que le dieron vida y la hicieron realidad.

Lo que siento que tal vez puedo hacer es tratar de pensar a la novela como un mundo. Quizá un mundo que sólo existió en la mente de Roberto Bolaño. O quizá un mundo que sólo existe porque cabe en el espacio lógico del lenguaje, en las palabras impresas sobre el papel de sus páginas. Es un mundo que existe porque se puede pensar y escribir. Quizá sea un mundo como todos los mundos.

A pesar de que las historias de las cinco distintas partes guardan relación y comparten muchos elementos, la novela tiene un vacío que termina por recrear el lector. Precisamente porque es una historia como la que es, es que me parece misteriosa, llena de vacíos enigmáticos, de vigilia y sueño, de recuerdos que parecen brincar de una parte a otra, de personajes que viven, a veces muriendo, pero siempre en un su propio mundo, un mundo lleno de abismos, abismos que los personajes muchas veces transitan, recorriendo los caminos y las sombras de sus recuerdos o sus sueños, de sus diálogos o sus interpretaciones del mundo humano.

Es un mundo en el que los personajes pueden hablar de poesía latinoamericana o filosofía marxista o  literatura alemana o de asesinatos. Hablan de la muerte y de cómo morir y dejar de existir son dos cosas distintas. O hablan de la realidad y de cómo la realidad es cultura y cómo somos lo más que somos por nuestra cultura, que podría ser todas las manifestaciones de la vida humana. O hablan de los sueños y la locura, las fobias. O de las mitologías, de cómo Pegaso salió del cuerpo de Medusa; de las culturas y las guerras, la irracionalidad de la civilización, la belleza de los atardeceres del desierto o de la luz brillante de una estrella muerta. Hablan de otros escritores y otros lugares geográficos y otros datos históricos y otro mundo.

Los pensamientos, sueños, diálogos y miedos de los personajes crean la realidad en la que están viviendo y escribiendo su historia. Por una parte parece que son ellos los que, como si su historia fuera un destino escrito por un dios, piensan y sufren el desarrollo de la novela, que es el mundo impuesto en el que habitan y que saben predestinado a un inminente final que no eligieron y que no pueden decidir ni evitar. Pero por otra parte también parece que no son actores de la historia -un actor tiene un guión predeterminado de lo que debe hacer, decir, sentir, pensar-, más bien parece que son ellos los que libremente crean la historia. Por eso creo que Roberto Bolaño hace un mundo propio. Porque sin ninguna predeterminación de lo que debieran hacer, los personajes viven en la historia y cambian su trayectoria. En un recuerdo, en su visita a El Rey del Taco, en el apellido de una mujer, en el nombre de un escritor gallego o en el nombre de un bar en medio del desierto, las historias de las cinco partes encuentran pequeños detalles que las unen, que las hacen compartirse y relacionarse, para tratar de intervenir en el desarrollo de la novela. Son detalles que tejen puentes sobre las sombras de los abismos en los que vive el tiempo de la historia. Un tiempo de temporalidades que se superponen. Un tiempo en el que pasado y futuro se desarrollan con el acontecer de las acciones presentes de los personajes. El pasado, que está muerto, y el futuro, que es especulación, (pero que son lo único que existe), inciden en la dirección del tiempo. Sus experiencias previas condicionan la forma en la que interpretan su mundo que es la novela. Pero también actúan por las proyecciones, especulaciones o pronosticaciones que le atribuyen a un futuro inminente, pero que nada les asegura encontrarlo porque vive en la incertidumbre de la muerte y por lo tanto los deja solos y con miedo. Y su miedo y soledad los hace tomar decisiones y dirigir el curso de la historia inspirados por sus deseos más recónditos. Y es un mundo donde espacio y tiempo se miden en secretos.

Pero los personajes muchas veces no pueden hacer nada para evitar la dirección de su curso. Son prisioneros de sus propios miedos y de los diálogos que establecen con las sombras de los abismos del tiempo. El mundo que van creando los termina por superar y muchas veces sólo contemplan cómo las distintas partes del todo se reproducen sin detenerse a pensar por qué lo están haciendo. Son prisioneros de la cultura que es su realidad. Un mundo que se siente “demasiado grande e incomprensible”.

Por pasión y amor a la literatura; por el miedo a la muerte de una hija que siente un señor que habla con un libro que cuelga de un tendedero; por el azar y la curiosidad que siente un periodista negro que suele hacer artículos sobre la marginación de su raza en la sociedad estadounidense; por los asesinatos de decenas de mujeres y niñas, violadas, con huesos hioides rotos y pezones arrancados a mordidas; por el deseo de contar las historias o la vida de quien alguna vez estuvo en la guerra. Los críticos golpean a un taxista paquistaní que no quiso admitir que había citado a Borges cuando dijo que Londres era como un laberinto. Amalfitano se fuma un cigarrillo mientras hace lo que la voz le ordena: lava los platos y revisa que todas las ventanas estén cerradas (una noche entró precipitado al cuarto de su hija, de golpe prendió la luz y ella le preguntó que qué le pasaba, no qué pasaba).  Fate conoce a Rosa y ella le cuenta de cuando manejaba con Chucho Flores hasta las afueras de Santa Teresa, entonces ella le mamaba la verga y sentía el semen llenar su boca y después esnifaban cocaína. Las muertas aparecen violadas anal y vaginalmente. Muchas aparecen cerca de las maquilas donde trabajan, que tienen nombres en inglés. Los policías violan a más mujeres: prostitutas presuntas culpables. Otras mujeres se suicidan. Los gobiernos no actúan. Los casos se archivan y se cierran. Los cuerpos de las muertas terminan en fosas comunes o en el anfiteatro de la facultad de medicina. En los crímenes está “el secreto del mundo”.

Esta novela quizá diga verdades. Pero no sé si verdades científicas. Las verdades científicas son consistentes, no son más verdaderas. Son consistentes en un período de tiempo limitado porque en su origen está también su destino a ser superadas. Y son consistentes porque la teoría que las fundamenta es capaz de mantener una concatenación con los hechos reales y logra defender su hipótesis por sobre otras teorías que pretenden mayor precisión y acercamiento a una verdad que termina por transformarse en ideal. Pero en 2666, Roberto Bolaño hace arte que revela verdades que se hacen verdad porque uno las siente. Y si uno las lee y las siente y después las piensa, se da cuenta de que hacen sentido a la propia existencia, y a pesar de que puede ser algo raro, como una novela, hacen lo inexplicable un poco más explicable, como un poema o una música, y tal vez, sólo tal vez, se pueda decir que son verdades más verdaderas.

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Diego Puig