Los límites de una guerra, esa parte en el frente donde siempre se concentra la atención de todos. ¿A dónde va a ir? ¿Qué tan lejos puede llegar? ¿Quién aguanta? Y nos entretiene pensar en esas “fuercitas” entre criminales, ciegos y defensores de la patria que pelean por los suyos aunque sea ya nada más para que no empeoren las cosas. Hacemos chistes. Y nos gusta sentirnos impactados y que se nos revuelva el estómago.

Y luego hacemos películas celebrando esas hazañas y condenando los crímenes. Y Tarantino le saca todo el jugo posible a una vendetta ficticia, y Bay convierte en azúcar las explosiones de Pearl Harbor. Sí, todos estos descendientes de la gente que estuvo en el frente. Polanski y Spielberg, por el otro lado nos cuentan historias de tragedia y redención dentro de esa terrible y caótica matanza.

Siempre vemos el frente, o a los que se quedan atrás. Siempre. ¿Y los que están en medio?

Idi i smotri (Ven y mira) sigue la línea de ninguna película sobre la guerra que haya visto yo. En Bielorrusia, ese país abandonado por la atención de la gente. La Rusia “blanca”, que conocemos, máximo, por un par de gimnastas con nombres impronunciables y que nadie conocido ha visitado en la vida. Que tiene tantas espinas que sacarse (como cualquier otro), y en donde los miles de soldados alemanes, obedeciendo a un líder que algún día fue un niño, quemaron más de 600 pueblos con las personas adentro de sus casas.

Es difícil entender un genocidio. ¿Y hacer arte de él? ¿Tiene algo de valor? ¿Podemos justificar millones gastados en reproducir actos de crueldad? ¿Vale acaso siquiera para que la gente de Bielorrusia o de donde sea se saque una espinita? ¿La espina más grande de generaciones?

No, la neta no tiene nada de sentido.

Florya Gaishun es un niño que sale de su pueblo feliz y entusiasta. Va a la guerra, con los grandes. Se pierde en el bosque, se ahoga, encuentra amistad y luego la pierde. Muy rápido deja de ser entusiasmo para volverse ira, y luego convertirse en no sé qué sentimiento porque yo jamás he sentido algo parecido. Pero me imagino que es una especie de frustración en esteroides, orgasmo de angustia. No sé. No me atrevo a creer que una bastarda película me pueda siquiera acercar a ese no sé qué que no puedo más que respetar con una pelota de hierro atorada en la garganta.

Me gusta dejar este tipo de textos cortos: primero, porque sería un gran acto de mamonería pretender que puedo escribir más sobre algo que no entiendo, y segundo, porque no tengo la energía. No les recomiendo la película porque no me siento cómodo haciéndolo. Pero pueden verla.

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Jose L. Isoard