Nacemos en un mundo que nos es impuesto. Se nos impone un lenguaje y un sistema de normas que, desde que nacemos, o incluso desde antes, nos son coercitivos. Nadie de nosotros eligió nacer en una determinada familia o ciudad o país. Nadie de nosotros eligió nacer. Y ahí donde fuimos a nacer las cosas existían desde mucho antes de que nosotros siquiera estuviéramos contemplados para existir. Y ahí las cosas eran como eran porque antes de ellas había habido algo que las hizo ser de determinada manera.  En México las cosas son como son porque los que viven aquí son mexicanos. Lo que nos define, para bien o para mal, es producto de gente que existe y que piensa y que actúa como piensa o que piensa como actúa.

Mexicano significa nacido en México, hijo de padres mexicanos, de padre o de madre mexicana, nacido en una embarcación o aeronave con bandera mexicana o reconocido como mexicano naturalizado por una institución estatal. Pero quizá, en última instancia, sólo significa compartir con otros esa palabra: mexicano, por el hecho de haber nacido en la misma área geográfica delimitada por fronteras. Porque el mexicano que vive en Puerto Progreso, Yucatán y que dice pescar jurel con sardinas vivas porque el jurel es un pez mañoso, no es un mexicano como el que viaja aplastado dentro del metro que sube y baja por las entrañas del monstruo gris que es el DF. Y el mexicano que es tzotzil o tarahumara o maya, no es un mexicano como el soldado que despierta cada día para matar a otro mexicano que es narcotraficante en el estado de Sonora. Y sin embargo, y aunque lo ignoraran, son mexicanos. Lo dice en su acta de nacimiento y se lo reconocemos los otros.

Ser mexicano, en algunos casos, habla de tener una opinión hacia el país al que cada uno nombra como México. (Digo en algunos casos porque seguro existen quienes no se detienen a pensar qué significa ser mexicano porque eso les haría pensar, y sería terrible si se dieran cuenta de que antes no estaban pensando). Para quien vive en Chiapas e ignora la existencia del DF o de todos los estados del Norte, y que sin embargo sabe que vive en México, el país es un país distinto de quien lee las noticias y tiene acceso a una educación universitaria. El suyo quizá sea un país mucho más pacífico, que se termina donde acaban las montañas azules de los bosques de Chiapas. El mío es un país que me resulta en ocasiones igual de pacífico (y por eso maravilloso) que las montañas chiapanecas, pero otras veces tan caótico y apocalíptico como la estación del metro Hidalgo a la una de la tarde en un día normal de mayo. Para mí, México puede referirse a una belleza para la cual no alcanzan las palabras como: la cultura Maya; o algo realmente concreto y por eso desagradable como: una oficina burocrática, el Viaducto a las siete de la noche, la primera plana del periódico o un policía de tránsito. Esas realidades que existen simultáneamente, existen en México, y muchas veces sueño el México que termina donde acaban las montañas azules de Chiapas.

Además de que cohabitamos México personas con distintas ocupaciones, que viven en la costa o en la selva o en el desierto o en una ciudad de más de ocho millones o en una isla de mil habitantes, y que por eso son distintos (porque su realidad no es la misma), el artículo 2o. de la Constitución reconoce a México como una nación pluricultural, integrada por pueblos indígenas: aquellos que forman una unidad social, en un territorio y con autoridades que las rigen de acuerdo a sus usos y costumbres. El Estado (que somos todos) otorga a los pueblos indígenas un derecho de autonomía para decidir sus formas de organización y convivencia política, social, económica y cultural, y está obligado, entre otras responsabilidades, a promover la igualdad, eliminar la discriminación y brindar una educación intercultural y bilingüe. Bien, por lo menos.

Sin embargo, se puede pensar que dentro del espacio geográfico delimitado por fronteras que es México, cohabitan y viven distintas naciones. Los más de sesenta pueblos indígenas que existen en México deberían de ser reconocidos como naciones que tienen una historia propia que les da identidad. Que celebran sus propias fiestas, tienen sus propios himnos, sus propios idiomas y sus propias formas de entender y explicar su existencia en la tierra. Deberían de ser respetados como algo vivos.

El gobierno mexicano nos educa un nacionalismo a través de una historia en la que, después de cargar la condición de conquistados en la Conquista y de explotados durante la Colonia, los héroes son héroes porque están muertos y sólo recordamos las fechas importantes porque se hacen días feriados y no se trabaja y hay fiesta; una historia de batallas, de la primera y la segunda intervención, de rencor a Santa Anna, de tratados, y de un Plan de Iguala que nos hizo “independientes”. En el DF los niños se aprenden las delegaciones y en los estados los municipios. Y luego: una historia sexenal. El sexenio es un margen de tiempo en el que todo puede suceder y, por lo tanto, la incertidumbre sobre la relación de legitimidad que tendrá el nuevo gobierno con las instituciones y las leyes del Estado nunca nos permite tener nada claro. Siempre se nos ha enseñado a leer nuestra historia a través de los periodos presidenciales: el de Juárez es el que más orgullo nos despierta, Díaz es odiado pero se le reconocen las vías del ferrocarril y la modernidad, y luego de la Revolución, donde hubo muchísimos presidentes que subían y bajaban de la silla y uno fue Carranza y otro Obregón, sentimos odio hacia Calles que se quedó en la silla tantísimo tiempo y que fue quien hizo la Guerra Cristera, y luego sentimos gracias a Lázaro Cárdenas, y luego nos enteramos de todos los demás que se han dedicado a robar, como el que llegó antes que él y el que llegará en seis años, y nos sentimos derrotados porque recordamos las devaluaciones del peso, las frases célebres estúpidas y las excéntricas primeras damas de los presidentes del pri.

Lo que sigue, históricamente hablando, es lo que es contemporáneo a mí: los doce años del pan, y todas las demás desgracias que aparecen en los periódicos: gobernadores corruptos que aumentan las deudas públicas de los estados de Chiapas o Coahuila; sequías de cosechas y muerte de ganado en los estados del Norte; el presidente reunido con empresarios; miles de pollos asesinados por la gripe aviar; la cara de Elba Esther Gordillo; el rostro de personas decapitadas, colgadas de un puente, víctimas del crimen organizado y cárteles de narcotráfico; Carlos Slim vestido de traje y corbata; una foto de la cámara de diputados; el líder sindical petrolero; el rostro cubierto de supuestos estudiantes que toman la rectoría de la UNAM; la cara de Manuel “el Güero” Velasco y la de Rosario Robles. Como no puedo evitar que existan, desearía ignorar que existen o quiénes son, pero luego todos son mexicanos.

Además de que el nuestro es un nacionalismo que no estudia la historia de manera conceptual, como todo nacionalismo, tiene pretensiones e intereses económicos y políticos y es creado a través de la educación y el control del imaginario colectivo, por aquellos que poseen, gozan y ejecutan el poder. Habrá muchos que no sepan que lo están realizando.

Por suerte se puede pensar y escribir que el nacionalismo es algo artificial, que nos es ajeno y que puede cambiarse. Habría que tomar consciencia (porque al final es eso lo único que podemos hacer: pensar por nosotros mismos) y pensar en un nacionalismo auténtico que nos reconozca como hijos del sincretismo y que nos dé cabida en nuestras diferencias. Un nacionalismo auténtico que reconozca a los pueblos indígenas como naciones vivas que hacen su historia en el mundo y en el espacio que es México. Un nacionalismo que no nazca porque las leyes lo determinen o porque esté escrito en códigos que se hacen en el DF para regular a quienes viven en la sierra de Chihuahua, sino que nazca de un sentimiento de igualdad: que en diferencia nos reconozcamos todos creando una identidad. Un nacionalismo auténtico que piense en la tierra en la que habitamos y vivimos y le declare la guerra a mineras capitalistas extranjeras que pretendan destruir y desaparecer el territorio que para una de las naciones que cohabita y vive en México es sagrado: las montañas de la sierra de Catorce, que llevan ahí tanto tiempo como lo que llamamos millones de años, como si lográramos comprender, nosotros que vivimos unas efímeras décadas, en realidad cuánto tiempo llevan creciendo esas montañas de piedra morada y liquen verde. Y ahora las van a destruir para hacer chips de computadoras que van a terminar en el bote de la basura, junto a pañales llenos de mierda y pedazos de unicel envueltos en plástico.

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Eduardo Galeano escribió dos poemas: uno lo tituló Los Nadies (http://goo.gl/21mpeI) y otro El derecho al delirio (http://goo.gl/cVNiym). Silencios elocuentes.

Diego.