Alguien alguna vez habló por mí y dijo que estos cuentos me parecían buenos porque las historias y los personajes se desarrollan y se descubren a partir de un principio que muchas veces es una situación sencilla o cotidiana. Tenía algo de razón porque algunos comienzan con una llamada telefónica, o con un hombre que recibe una carta, o un padre que amenaza y regaña a su hijo para que deje de joder. Pero volví a leer los cuentos y ahora me parece que algunos tienen principios que quizá nunca terminan, o nunca comienzan. Y además, algunos comparten personajes que regresan o que van a ir a una guerra, de la cual nunca se escribe explícitamente el nombre, pero juzgando a partir de la fecha de publicación de los cuentos, 1953, o de algunas referencias históricas o geográficas a las que hacen mención los personajes, bien pudiera tratarse de la segunda Guerra Mundial. O no.

Éstas son ideas sobre tres de los nueve cuentos escritos por J.D Salinger.

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Un día perfecto para el pez plátano comienza con una llamada telefónica. Hablan madre e hija. La madre está preocupada porque su hija no se ha comunicado con ella desde hace tiempo; está preocupada porque viaja solamente con él. Y tanto ella como su padre piensan que debiera volver a casa, o siquiera tomar un viaje sola en crucero para que piense y se dé cuenta de que él es peligroso, sobre todo después de que el doctor Sivetski les dijo que él podría perderse por completo. Su hija le dice, mientras se repasa una de las uñas con esmalte, que él no es peligroso, que a pesar de que las cosas han cambiado desde la guerra (esta vez no les tocó la misma habitación de antes y la gente parece haber llegado en un camión), él se encuentra sano y tranquilo, en la playa, sentado y sin hacer nada, sin siquiera poder tomar el sol y quitarse el color gris pálido de la piel, porque se le vería el tatuaje.

Un hombre camina con un flotador de hule bajo el brazo, cruza la playa, viene de nadar en el mar. Viene de haber buscado un pez plátano. Su compañera de búsqueda había sido una niña que vestía bañador amarillo, que gustaba de comer aceitunas y masticar velas y que por el hecho de vivir en Whirly Wood, Connecticut, hacía que todo quedara más claro. Ella ignoraba que un pez plátano es uno de esos peces cerdos que se meten a los pozos donde hay plátanos, que pueden comerse hasta setenta y ocho plátanos y que de tanto comer mueren de fiebre platanífera. Uno de esos peces que tienen costumbres misteriosas y que nadan en un mar cuyas olas se matan con la indiferencia.

Antes de bajar del elevador en el quinto piso, el hombre se molestó porque una señora con la nariz llena de pomada le miraba los pies. Recorrió el pasillo y abrió la puerta de la habitación 507, que olía a quitaesmalte para uñas. Ignorando a la mujer que dormía en la cama de al lado, sacó un pistola automática de una maleta, se apuntó el cañón a la sien derecha y disparó.

Whirly Wood no es un lugar en Connecticut…tampoco en el mundo. No existe.

 

Para Esmé, con amor y sordidez

 Un hombre recibe por correo la invitación a la boda de una mujer que conoció hace algunos años. Tiene que escribir una carta para decir que no va a poder asistir, y hace un intento por generar malestar en el novio, no por complacer, sino edificar. En ella escribe sobre un soldado.

Un soldado norteamericano bebe té en una cafetería de civiles, en Devon, Inglaterra. Dentro de pocos días la división militar a la que pertenece va a ser trasladada a un lugar del que no puede hablar. No está solo, lo acompañan una niña y su hermano menor. Hablan sobre los tipos de novelas que a ella le gustan. Le gustan, sobre todo, las novelas de sordidez. Hablan sobre cómo ella sería cantante de jazz en la radio. Y hablan sobre el reloj de ella, que fue de su padre que murió en el norte de África. Ella se había acercado porque el soldado lucía muy solo y después de conversar desde las 15.45 a las 16.15, se fue deseándole que volviese de la guerra con todas sus facultades intactas y haciéndole prometer que él le escribiría un cuento que fuera muy sórdido y conmovedor.

X está sentado frente a un escritorio con una decena de cartas sin abrir, intenta leer una novela de bolsillo. Han pasado algunas semanas desde que terminó la guerra, y sus facultades no están intactas: las manos le tiemblan descontroladas,  tiene un tic que le mueve toda una mitad de la cara, y con la punta de la lengua se hace sangrar las encías. Después de soportar uno de esos mareos que le hacían apretarse las sienes, dejó la novela de bolsillo y tomó del librero un libro escrito por Goebbels. Era la tercera vez ese día que lo abría y la tercera vez que leía la misma frase que alguien había escrito en alemán y con pluma: “Santo Dios, la vida es un infierno.” X tomó un lápiz y escribió en inglés: “Padres y maestros, yo me pregunto: ¿qué es el infierno? Sostengo que es el sufrimiento de no poder amar.”

 

Teddy

Un padre regaña a su hijo. Le dice que se baje inmediatamente de esa maleta y que vaya a buscar a su hermana menor que tiene su cámara Leica.

Theodore Mcardle salió por la puerta del camarote en el que dormían sus padres, advirtiendo que ese acto podría provocar que ya solo existiera en las mentes de quienes lo conocían. Subió las escaleras disfrutándolas como si fueran un fin agradable en sí mismo: de dos en dos y apoyando todo su peso sobre el barandal.

Encontró a su hermana en la cubierta y, colgándole la cámara por el cuello, la envió de vuelta al camarote de sus padres, no sin antes acordar de verla, puntualmente, a la diez y media en el borde de la alberca.

Sentados sobre dos camastros, un niño y un señor hablan. Hablan sobre el viaje que el primero había hecho por Europa, hablan de las entrevistas que tuvo en la Universidad de Edimburgo y en Oxford, Inglaterra, y de las personas que lo visitaron desde Estocolmo e Innsbruck. El segundo se limita a hacer preguntas y a escuchar las respuestas del niño de cabeza grande y cuello largo, que decía que nunca en su vida recordaba haber estado emocionado y que pensaba que existe gente que no puede querer sin tener la intención de cambiar al otro, que no puede querer al otro tal como es. También le decía, en forma de respuesta, que estaba convencido de que en su última reencarnación había sido un hombre que había alcanzado la grandeza espiritual, en la India. Y gracias al encuentro con una mujer, dejó de meditar, volvió a la tierra y pudo llegar directamente hasta Brahma.

Como el hombre estaba obsesionado por la enseñanza, el niño le dijo que para modificar el sistema de enseñanza empezaría por enseñarle a los niños quiénes son y no cómo se llaman, sacándoles de la cabeza todo lo que les han dicho, enseñándoles las cosas a través de verdaderas formas de mirar. Para salir de las dimensiones finitas lo primero que hay que hacer es dejar la lógica de lado y dejar de ver a la realidad como cosas que se acaban todo el tiempo. Le dijo que lo que es triste pudiera ser triste sólo porque tenemos palabras para nombrarlo. Le dijo que hoy pudiera ser el día en el que cambiaran el agua de la alberca y que a las diez y media, en cinco minutos, él podría llegar hasta el borde de la alberca para mirar el fondo, su hermana podría darle un empujón y podría morir de una fractura de cráneo.

 

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J.D Salinger también es autor de un libro que ha recibido lectura y fama para conocer a uno de sus lectores: Mark David Chapman, quien un ocho de diciembre de 1980, antes ir a el edificio Dakota y disparar cinco veces a John Lennon, compró un nuevo ejemplar del libro y escribió en sus páginas que esa era su declaración. The cacther in the rye, publicado en 1951, cuenta la historia de tres días en la vida de Holden Caulfield, en la ciudad de Nueva York. El personaje es un adolescente rebelde, amargado y en odio hacia todos porque ya sólo vive en la resignación de que la muerte lo encontrará en un mundo que no se parece nada al que lo vio nacer. Y no quiere hacer nada para evitarlo. Vive sin motivación y en la frustración, detesta el cine, es un mentiroso fantástico, le parecen asquerosas las personas y las piernas de las mujeres y los granos de las personas, y termina jurando por Dios que está loco. Después del asesinato, Chapman incluso esperó a la policía leyendo el libro y dijo: “Estoy seguro de que la mayor parte de mí es Holden Caulfield. La parte más pequeña de mí debe ser el diablo.”

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Diego Puig