El arte, prensa, o mejor le decimos comunicación es una cosa crucial de la parte humana, animal y hasta los niveles de vida más básicos. El absurdo es parte importantísima de la existencia. Y la violencia es la cosa más objetiva a la que puede llegar el hombre.

Estoy desquiciado. Completamente desprotegido, como si me hubiera abandonado mi sensatez y mi conciencia. Y es que hay fronteras que la empatía no puede cruzar.

Es que acabo de ver “Act of Killing” y no sé qué hacer con mi cabeza. Pero mi deber con los lectores de esta reseña me tiene que traer de vuelta para poder empezar como siempre empezamos: por lo político.

En los años sesenta en Indonesia, en un mundo congelado por la guerra fría, hubo un intento de expansión comunista enfrentado a grupos apoyados por Estados Unidos. Una guerra de propagandas, donde los que peleaban eran los del pueblo indonesio y los que ponían las armas eran los grandes poderes. Y los que ponían las ideas eran los de Hollywood porque Rusia ni China tuvieron una industria del entretenimiento de ese tamaño.

Y eran los gangsters (los que creen que gangster significa “hombre libre” en inglés, en uno de los peores casos de mala traducción, o simple cinismo, o tal vez solo es un título muy apropiado para la gente maldita de Indonesia que quiere racionalizar su brutalidad y delirio) los que se ensuciaban las manos, en un genocidio de más de un millón de personas, “comunistas”, chinos y sus familias.

Mierda. Que sigo sin explicar un carajo. Bueno, pues Joshua Oppenheimer voló a indonesia y convenció a dos de estos asesinos, criminales de guerra, de recrear sus experiencias para la pantalla. Una producción ambiciosa en donde los “creativos” actúan, dirigen y escriben las historias de sus asesinatos. Y no se ya si llamarle arte, valor o simple ceguera. Pero los documentalistas nos muestran la historia más absurda, delirante, desquiciada y vomitiva que yo en lo personal jamás haya visto.  La violencia es absurda de por sí, y aquí solo nos muestra a qué niveles puede llevar la psicosis en los que la propician.

It goes full circle. Jovenes gangsters que trabajan revendiendo boletos para las películas de gangsters que les meten una idea torcida del american way, que son víctimas de esa propaganda y se unen al genocidio; años después vuelven al cine para recrear sus crímenes como un intento de justificación de los cientos de asesinatos, violaciones y abusos despiadados que cometieron. Así, como se oye. Se ponen en el papel de productores y empiezan a armar esa aberración de película, que dicen que los va a redimir. Son conocedores de celebridades hollywoodenses, del lenguaje cinematográfico; maestros de la propaganda embriagados de delirio.

Uno de ellos, cuando es confrontado por el director pide, sin miedo, que lo lleven a la corte internacional de La Haya. A nadie le importa, cuando el grupo paramilitar con más de tres millones de miembros, el brazo violento del genocidio, tiene gente en el parlamento y llega hasta la vicepresidencia.

Ninguno de estos personajillos tiene ningún problema con hablar de sus violaciones a las niñas de 14 años, hijas de los hombres que acababan de asesinar. “Vas a sentir el infierno pero yo sentiré la gloria del cielo”, esto escuchó hace cuarenta años una niña de catorce, justo antes de que le metieran un pito agresivamente. Parece un chiste cruel que ninguno de los herederos de las víctimas se haya puesto su máscara de vengador para meterle una verdadera putiza a estos insensatos.

Pero Anwar Congo tiene pesadillas, y su amigo Adir cree que sus pesadillas vienen de una mente débil. Que sus pesadillas vienen de una incapacidad de seguir proporcionándose chaquetas mentales. Y que todos ellos sigan teniendo pesadillas hasta que se mueran porque a fin de cuentas, cuando los genocidas ganan, ese va a ser su único castigo.

Tal vez el documental sirvió de corte, y Oppenheimer de abogado y juez. Rumbo al final, Anwar acepta que cometió actos terribles, y llora, y luego vomita. “Tenía que hacerlos”, dice.

Si Anwar, si, cómo no.

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Jose Luis Isoard