Por Sebastián Pérez Sarralde

 

Hace algunos meses me sobraban unos ciento cincuenta mil pesos (Colombia) y tomé la decisión de invertirlos en la boleta para ver a The Cure, una banda de la cual no me siento particularmente apasionado, pero pensé que sería un buen gasto. Por el bien de la historia de la música, pensé. Y con el mismo argumento convencí a una amiga que me acompañara con su primo venezolano y un amigo de él de apellido Hoffman.
El día del concierto se veía un cielo bogotano auténtico: gris y lúgubre. Amenazante. Había estado lloviendo a torrentes el día anterior y se encontraban en la entrada del concierto varios vendedores de ponchos plásticos ocupados haciéndose su Agosto con la amenaza de lluvia latente. Vendían al por mayor, dadas las condiciones. Uno se nos acercó a ofrecernos su producto mientras hacíamos la fila y yo le respondí que no, que ya no iba a llover. “¡Palo de agua que va caer, hermano!” profesó enfáticamente. No me había dado cuenta de lo importantes que podían llegar a ser los conceptos meteorológicos de los vendedores ambulantes.

 

Después de pasar por los interminables chequeos de seguridad llegamos al potrero con escenario que supone el Parque Simón Bolívar, la humilde plaza de eventos que nos provee esta ciudad, para darnos cuenta que no hay mucha gente como esperábamos. Podemos hacernos un buen lugar los cuatro, donde tenemos espacio y logramos ver perfectamente el escenario, sin necesidad de incursionar en el tumulto fanático que se aglomera al frente. Mientras se hace de noche de a pocos, ha comenzado a llover de forma ligera pero consistente. Estas lluvias bogotanas ligeritas se reconocen fácil. Parecen inofensivas pero pueden no mermar durante noches enteras y pensé que se había fregado la causa. Pero en medio del paisaje brumoso se escuchan los primeros sonidos articulados y aparecen luces de carácter intergaláctico girando y brillando. Es una entrada sutil, con leves destellos de sonidos finos y calculados. Después de un rato, suena por primera vez la suave voz de Robert Smith tomando el comando de la noche y comenzaría un particular ritual mágico de establecer con sus melodías, luces y fondos coloridos una atmósfera que recogería hasta el último de los asistentes para llevarlo por un recorrido musical abrumante. La lluvia le daba un tono místico a esa música oscura y melancólica. Los haces de luz se hacen más evidentes con el vapor permanente que emerge desde el frente del escenario, haciendo que la situación adquiera un carácter sombrío. El público, en la zona más general donde nos ubicábamos los no tan fanáticos, sólo logra asombrarse en silencio de escuchar semejante sinfonía de elementos trabajando en conjunto al escuchar Plainsong. Que fortuna la que tengo de estar acá, pensé sin dudarlo desde ese momento.

 

El aura de misterio se deja a un lado con su siguiente canción, Pictures of you, la cual conoce todo aquel que haya encendido el radio de su carro alguna vez y haya cambiado las estaciones del eterno reguetón por una más agradable. Nos invita a los menos devotos con esta música a pasar, a ser parte de su noche. Es clave cuando los artistas tienen esa delicadeza y con un gesto simple abren las puertas para comprender todo el contexto musical que representan. Si bien algunos no conocemos todas las canciones, este detalle permite entender la fila de piezas como una sola obra y no como una compilación desperdigada y huérfana. La voz del cantante es muy delicada, con la capacidad de construir líricas amables pero con la posibilidad simultánea de desgarrar una herida con sus versos.

 

La situación se hace más dramática cuando continúa con su repertorio, demostrando la capacidad que tiene esta banda de generar un ambiente sentimental particular. Es capaz de subir los ánimos, llevándonos a pensar en el amor que está lejano o poniéndonos a bailar; o  de bajarnos si quiere al infierno melancólico de letras tristes, pausadas y hasta perturbadas que se acompañan de trasfondos audiovisuales que concuerdan hasta con el último acorde. Vamos progresivamente por un recorrido psicodélico que se pone a veces de color rosa y soleado, alegre y festivo, y de repente baja a los tonos más oscuros y fríos. Inevitablemente se me viene la idea a la cabeza que los videos de atrás expresan lo que los ojos no ven, algo como lo que tal vez sintió Robert Smith al componer cada una de estas piezas. Son dinámicos, a veces vibran las imágenes de forma perturbadora, pero otras veces son suaves y fluidas.

 

Hablando de los sentimientos encontrados, me descubrí a mi mismo en medio de esa oscuridad con una lagrima en el ojo izquierdo después de escuchar Lovesong, la que todo el mundo entona animado y en profunda conexión con el evento. La sensación de estar en medio de tanta gente cantando un mismo coro nostálgico desde el hígado me sobrellevó hasta dejarme corto de respiración. Las miles de luces de celulares documentando la situación componían un cuadro bastante especial, a lo cual tuve el reflejo inmediato de sacar mi celular para tratar de grabarlo. No logro enfocar ni hacer que recoja menos luz la cámara de este sofisticado celular, y por lo tanto la imagen no es igual en la pantalla y el sonido de la grabación seguro será infame al escucharlo mañana. Entonces tomo la decisión de apagar el aparato y, en vez de eso, afinar mis sentidos para guardar el momento en un lugar de la memoria donde quedará intacto.

 

Me descubrí también bailando sus ritmos electrónicos ochenteros frenéticos, animado de un lado para otro con The Walk. Y me descubrí hasta con ganas de llorar al rebuscar en una gaveta empolvada de la memoria un pequeño conflicto familiar al escuchar The Same Deep Water as You. Todo siendo parte de un solo camino ensamblado con finura entre cada momento musical.

 

Esporádicamente, durante los cortos espacios que dejan entre canción y canción, el cantante hace el intento de agradecer en español, articulando una palabra que fonéticamente podría describirse como “Grashás”, lo cual varios del público encuentran cómico e imitan inmediatamente. Él se regresa al micrófono y dice de manera muy respetuosa en ingles – “Perdón, no estoy hablando con ustedes” –. Y se hizo claro en ese momento, que no se trata de nosotros ni de un concierto. Se trata de ellos solos brillando con su luz natural en esta noche durante la que cae una lluvia sin clemencia y el frío se cuela hasta el tuétano. Nosotros vinimos sólo a admirar su despliegue de arte. Me llevo la idea que venir a ver estas bandas ochenteras de rock se trata precisamente de eso, de parar y admirar la grandeza de ellas con prudencia, como cuando nos echamos en el piso de un desierto a contemplar estrellas fugaces pasando. Sutiles dentro de su grandeza y excelencia.

 

Y de repente, mientras transcurría el concierto y después de dos horas de habernos sumergido en este mar musical que nos ofreció The Cure esa noche, las luces espantosas del parque instaladas por el distrito se encienden y hacen muy visible lo menos glamoroso de la noche: nosotros. La mayoría forrados en los ponchos plásticos de colores que no quise comprar, pero emparamados por igual. Nos vemos las caras por primera vez en una condición funesta, como vampiros recién atacados con una luz común y corriente, como engendros fotosensibles que no se acostumbran a ver de cerca. Se ve la gente con el pelo pegado a la frente por el volumen de agua absorbido, miserables en medio del barrial en que se ha convertido el parque. Las gafas de mis amigos están tan empañadas que me sorprende pensar cómo habrán podido estar viendo. Se siente como haber estado en la intimidad con un extraño, pero ahora la maldita luz nos incomodaba nuestra sola presencia.

 

Y no sólo eso. Esta iluminación ordinaria se ha llevado consigo la mitad de la experiencia, pues no es posible ver el juego de luces ni los elementos audiovisuales que enriquecían exponencialmente la situación. La atmósfera contenida entre los que asistimos se diluyó temporalmente hacia el infinito de lo que ahora la luz permitía ver. La banda ha hecho una pausa y comenzamos a pensar que tal vez no regresarán dadas las condiciones. Cualquiera lo haría. “Mierda, y esto si no le pasa a Carlos Vives, ¿no?” se escucha la indignación manifestándose con rabia frente al orangután inflexible que ha decidido encender las luces puntualmente a las once de la noche.

 

Pero cuando me invadía irreparablemente la angustia de matar la noche de forma prematura, volvieron a salir para poner sobre la mesa Come to me y Boys Don’t Cry.  Y quien dijo fiesta, con luces y todo. Se ven hasta botellas de aguardiente en el aire, pero va, se vale todo. –“¡Que el distrito no nos va a acabar la vaina así de fácil!” gritaba mi amiga extasiada de felicidad. Y volteo a mirar a mi vecina, una señora en sus cuarentas avanzados que bien podría ser la secretaria que me recibe en mi oficina, envuelta en un poncho, bañada, cantando impecablemente las letras y bailando delirante. Estamos todos acá, iguales, bailando en la lluvia y dejando toda la energía en medio de este barrial vergonzoso. El momento de gloria se extendió hasta que remataron con Killing the Arab, para culminar con esos últimos sonidos un despliegue grandioso de energía la última sección de una jornada musical que sobrepasaba las tres horas.

 

Al salir, recogiendo los capítulos de la noche nos dimos cuenta de haber pasado por un vaivén potente de sentimientos que hicieron de este concierto algo único. A pesar de no haber sido una multitud gigante como se habrán acostumbrado estos artistas a ver, ni de presentar una infraestructura muy digna para llevar a cabo eventos culturales de esta magnitud, los que fuimos la dejamos toda en el lugar. A pesar de ser una audiencia que no captó los esporádicos chistes anglosajones de Robert Smith, nos llevamos todos una idea magnífica de lo que la música puede alcanzar a construir elaboradamente con nuestros sentidos. Por esto y por una noche inolvidable agradezco con mucha modestia a ellos, The Cure, por haberse tomado el trabajo de venir a nuestra altiplanicie andina y deleitarnos con su magia. Inolvidable es la palabra.