Clara va a cumplir nueve años y de fiesta, dijo su mamá, van a organizarle la primera comunión. Su promesa ha sido que ese día entrará a la iglesia con pantalones. Ella no entiende bien cómo una primera comunión puede ser un regalo o un festejo, pero no dice nada porque a eso la han acostumbrado. Además no hay vuelta atrás, ya el domingo muy de mañana la levantaron para ir a elegir el convento de monjas que tenga capilla y que guisen los tamales y el atole, un lugar donde pueda organizarse una misa bonita, emotiva, decía su abuela. Incluso el lunes después de la escuela ya tendrá su primera clase de catecismo.
Nadie le explicó gran cosa y sin embargo ella ya estaba ahí, sentada en el pupitre aprendiendo a obedecer a dios. Sentada en la fila de atrás, pegada a la pared para que nadie critique su espalda, para evitarse las risas molestas de sus compañeros cuando noten que no cabe en la banca, cuando reparen en que su espalda rebosa carne por el respaldo. Ni el cabello tan largo y obscuro le cubre los gajos de piel con grasa.
Atrás, siempre atrás se queda para que nadie vea que los zapatos le ahorcan los tobillos, que las calcetas le cortan la circulación, y que el resorte del pantalón ya está vencido de tanto preferir los muslos apretados que libres bajo un vestido.
Con sus ojos avispados y negros, fijos, casi inmóviles del odio acumulado en ocho años y medio, miraba a las monjas que cantaban y repetían “no podemos escondernos de dios porque dios todo lo ve”. Y Clara pensaba cómo es que iba a verlo todo si ahí en la cruz tenía la mirada bien puesta para arriba, haciéndose el adolorido, porque claro si era dios nada le dolía ¿verdad? Se preguntaba confundida. Ya desde ese momento todos los santos, los apóstoles y las vírgenes le caían mal. Le parecía tan tonto su sufrimiento, fingido. Si todos eran tan delgados y guapos, dulces y buenos cómo iban a llorar ¿de qué? Los detestó a todos porque ninguno era su semejante como decían las monjas, ninguno era gordo, ninguno estaba solo, y si ella un día llegaba a ser diosa no habría cruz ni clavos que pudieran soportarla.
“hoy conoci a dioz y me cae mal
se parese a mi papa que siempre se queja de que le duelen las muelas y no va al dentista
tanbien se parece a mi mama que chiya y chiya hai escon…” interrumpió Clara en su diario, cerrándolo de inmediato con el candado-corazón de plástico porque no fuera a ser que dios la viera, como decían las monjas, y encima supiera leer.
A los ocho años, Clara ya sabía estar triste y sentir siempre vergüenza, también por eso detestaba la idea de la fiesta de primera comunión. Pensaba en que seguramente ni sus amigas querrían acudir. Clara no se imaginaba cómo contarles lo de ir a la misa, comer tamales y jugar a quién sabe qué en el patio del convento. Aunque quizá fuera mejor que nadie viniera, que nadie la viera usando el ampón vestido, “si ni quiero casarme”, pensaba. El vuelo de una falda le provocaba vértigo, lo blanco de la tela le traería un desmayo, el almidón le sacaría urticaria y la crinolina la haría ver cinco veces más ancha.
- Mamá, como las monjas me han dicho que tenemos que hacer un sacrificio para agradar a dios, yo le he prometido que voy a dejar de chuparme el dedo y a devolver todos los regalos de navidad, ahora que haga la comunión.
- Ay ¡qué bien, Clarita! Vas muy bien en el catecismo, hija. Vamos a contarle la noticia a tu abuelita, verás que se pone contenta.
- Bueno sí, pero mamá ¿tú eres católica, no?
- Sí, claro. Lo somos todos en la familia.
- Ah, pues entonces voy pedirte que hagas un sacrificio para dios.
- Ay, Clara, hijita ¡qué cosas dices! ¿Cómo que un sacrificio, mi amor?
- Sí, sí. Quiero que le ofrezcas a dios que yo no voy a usar el vestido feo ese.
- Pero, Clara. Ya hablamos de eso tu padre y yo y acordamos que vamos a ponerte a dieta para que ese día te veas preciosa, para que luzcas tu vestido como se debe.
- ¿A dieta, mamá? Yo no quiero hacer ninguna dieta, no quiero usar el vestido…prefiero no tener fiesta ni nada.
Qué gente, pensaba. Odió a todos. La ira le carcomía las ganas y los intentos por querer a sus padres ¿De qué sirve quererlos si no entienden nada? Desde cuándo los adultos podían prohibir las cosas que no son capaces de prohibirse a sí mismos. A qué edad se gana la autoridad ante los otros y se pierde ante uno mismo. Qué risa le daba, qué rabia.
• A ver, ya voy a decirle yo a mi mamá que deje de usar esos vestidos floreados con esas medias feas, voy a obligarla a que los zapatos combinen con el bolso y a que deje de pintarse el pelo de rojo. O peor, voy a gritarle que es tonta hasta que aprenda que no se dice “nadien” o “gentes”, hasta que sepa que no se habla con la boca llena. Seguro mi abuela tampoco quiso a mamá y por eso la obligó a usar siempre falditas, a rezar en las noches, seguro la dejaba sin cena y sin dulces como ahora ella hace conmigo. Seguro ambas fueron siempre cobardes y ninguna primera comunión les sirvió para purificarse. Yo no pienso perdonar a dios por haberme dado estos padres, por haberme hecho Clara, así como soy yo debajo de esta cama, por eso no voy a ser cobarde.
Ahí estaba escondiéndose de todos, se decía y repetía “no voy a ser cobarde”. Ese día llevaré pantalones bajo el cochino vestido y cuando menos se lo esperen iré al baño y entraré a la iglesia con mis pantalones verdes. También puede ser que o me escape o me mate. Voy a echarle veneno a los tamales”.
A las siete de la mañana entraron a despertarla. Pese a toda la resistencia, su madre la obligó a entrar en el vestido. Se sentía asfixiada, el corsé le cortaba la piel de la espalda y sentía que el encaje blanco de las mangas pronto se teñiría con los raspones de sus brazos apretujados. La dieta estaba rota desde hacía semanas, todas las noches a escondidas su abuela le preparaba un vaso de chocolate con concha de azúcar. El vestido la mortificaba tanto como su rencor. “No voy a ser cobarde” se decía. Entró al auto y trató de no llorar en todo el camino. Todo estaba listo, incluso ella.
“No voy a ser cobarde” se repetía cuando en el baño decidió quitarse el vestido y ponerse pantalones y playera; cuando decidió salir a decirles a todos que no quería fiesta de cumpleaños. Que dios, si era dios, podría festejarse solo.

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Ana Romeu.