El día de su muerte, compré el mejor tequila que había en la tienda de don Samperio, y de subida a la casa, me detuve un minuto a mirar las lucecitas doradas que, con el sol,  salían del cristal de la botella para bailar juguetonas en el muro del panteón. Se movían como si tuvieran vida propia, en una danza agitada de nerviosos vaivenes, como pequeñísimas luciérnagas de oro que recién aprenden a volar. Pensé qué se sentiría atrapar una de esas luces, así, con la mano. Tal vez  calor; reí al imaginar qué sería si más bien me congelaran la mano como hielitos que nunca se derriten. Y seguí subiendo.

 

Llegué a la casa y abrí el pesado portón de madera y, con botella en mano, subí de dos en dos los escalones de piedra hacia la cocina. Era una preciosa tarde de agosto que todavía no empezaba a ser agosto, porque se rehusaba desde hace rato a dejar de ser Primavera.

Cuando entré y vi la estufa vieja, pensé que de toda su casa, la cocina debía ser  el lugar favorito de Chavela ( y tal vez también el dormitorio). La imaginé cociendo frijoles negros en una olla color arcilla, con su gabán rojo bordado, cantando en su voz gravísima algún bolero ya olvidado, echándole quién sabe qué hierbas de todos colores al fuego, sus dedos morenos triturando marchitos pétalos amarillos y ramas verdes secas. Sonreí y miré a mi alrededor, a la cocina vacía, sin fuego y sin frijoles. “¿Qué le hago”?, me pregunté, “¿qué le pongo a la Chavela?” Había sentido una urgente necesidad de hacer algo para ella ese día, el día de su muerte.

 

Recordé los manteles rosas con amarillo bordados de Oaxaca, y caja de veladoras de santitos que me regaló mi abuela cuando perdió la fe. Las saqué todas y las encendí, una por una, hasta llenar cada estante y cada repisa de la cocina de lucecitas blancas de parafina que destellaban como queriendo salirse de los vasitos de cristal, y tendí uno a uno los manteles zapotecas.  Corrí también por el incienso barato de la Lagunilla y corté, con mucho cuidado, algunas rosas del jardín, las más lindas. Acomodé todo con mucho cuidado en la mesa de la cocina: los manteles, los pétalos de las rosas, el incienso. Las lucecitas de las veladoras se reflejaban en todos lados, y bailaban como fantasmas de luz en medio del humo del incienso. Satisfecha con mi acomodo, fui por la música, ya sin saber exactamente qué era lo que estaba haciendo, y sintiéndome más ajena a los ritos que nunca.

 

Me senté en el banco y saqué un vaso para tequila. Me serví un buen trago y puse de Chavela, “La llorona”, y el aire empezó a oler a madera quemada de pino y flores viejas, a sal de mar y a canela.

 

No sé qué tienen las flores, Llorona,

las flores del camposanto

que cuando las mueve el viento, Llorona,

parece que están llorando.

 

Tomé un trago del tequila y recordé que alguien la llamó alguna vez “gata valiente, con piel de tigre”. Chavela con garras, pensé, Chavela bestia. Tomé otro trago entre el humo de los inciensos y las lucecitas blancas de las veladoras.

 

 

¡Ay de mi, Llorona! Tú eres mi yunta

Me quitarán de quererte, Llorona,

Pero de olvidarte, nunca.

 

 

 

Su voz rasposa como lija me puso los vellos de los brazos de punta, y de pronto sentí frío.  ¿Qué tenía su voz? ¿Qué le faltaba a todas las voces?

 

A un Santo Cristo de fierro, Llorona,

mis penas le conté yo

cuáles no serían mis penas, Llorona,

que el Santo Cristo lloró

 

 

 Las cuerdas tristes y aterciopeladas de la guitarra parecían contestar, tranquilos,  los sufridos gemidos de Chavela con música pura y vieja mientras ella se metía las manos a su pecho y se sacaba el alma en un torrente aguardientoso y desigual, en cada verso, en cada sitio.

 

¡Ay de mi, Llorona, Llorona!

Llorona del campo lirio

el que no sabe de amores, Llorona,

no sabe lo que es martirio

 

El humo del incienso comenzó a nublar la cocina entera, y me terminé el vaso de tequila. El frío ya se me colaba por la ropa y empecé a temblar.  Miré para todos lados. ¿Era la voz de Chavela? La Llorona no era nadie si  no era ella. Se desangraba con cada palabra y se le sumían los huesos del rostro en cada sílaba, realzándole los pómulos ya afilados y estirándole la carne, que se volvía cada vez más delgada y parecía desaparecerse entre sus cartílagos, devorada por sus huesos.

 

¡Ay de mi, Llorona!, llévame al río

tápame con tu reboso, Llorona

porque me muero de frío.

 

 

Las manos se me engarrotaron, y vi a Chavela girando y riendo. La noté de repente, pero sentí que ya había estado enfrente de mi desde hace rato, sin que me diera cuenta. Ahí estaba, yo solo la miré; su gabán rojo dejando una estela parda entre el humo. Las lucecitas de las veladoras de parafina apenas y se veían ya, destellando tímidamente ante la presencia de Chavela.

 

Contuve la respiración. Las canciones que cantaba Chavela no están hechas para voces divinas y celestiales; sí: era la voz. La voz que no es de hombre pero tampoco es de mujer, que no habla pero tampoco canta, que no llora, pero cómo sufre. Esa voz que se corta cuando se estremece, la voz de las cantinas, de los poetas del Tenampa, de las penas de los músicos que cantaban para una sola mujer, porque sin ella se les acababa la vida. La voz de las putas, de los abandonados y de los obreros, de los que quieren amar y no pueden, de los que pueden amar y no quieren; la voz de los que huyen solo por huir. ¿Quién va a cantar por todos ellos? Cantará aún canciones de José Alfredo Jiménez el fantasma de Chavela Vargas, con sus sueños rotos y corazón de polvo, todavía en las cantinas de Comala, a donde van los olvidados de un país que no ha podido acordarse de que tiene memoria. Y cantarán entonces las putas, los obreros, los que aran la tierra ceniza de los montes en tierras alquiladas, los indios y las madres con hijos muertos, cantarán los niños sin ferias ni televisión, los perros flacos de las vecindades de la Guerrero, las flores del panteón de San Fernando y las piedras de la Catedral. Cantarán por Chavela los enfermos del Sanatorio San Francisco cuando recuerden a la Castañeda, las lobotomías y las camas amontonadas en el patio; cantarán los vendedores de libros en Donceles, y las brujas de Coyoacán, con sus cartas y sus bolas de cristal. Cantarán las doncellas violadas en los callejones llenos de basura y los muchachitos precoces de pantalones de campana. Cantarán los hijos de la calle, los puentes destruidos, y los ríos llenos de mierda de la Magdalena Contreras. Cantarán los presos del reclusorio a la hora de la merienda y los cines abandonados con sus intermedios y sus leones dorados empolvados en las escaleras. Cantarán los asesinos en los panteones y los moribundos esperando cama en dónde morirse en el 20 de Noviembre, los estudiantes asesinados y los sobrevivientes. Cantarán las hijas de los padres muertos en sus brazos por no tener camas, cantarán los dueños de las tlapalerías y los maridos solitarios, los mariachis de Garibaldi y los carniceros de los mercados. Cantarán los viejos teatros de los estudiantes de San Carlos, sus pesados telones de terciopelo las butacas carcomidas por la polilla de siglos de olvido. Y a través de todos ellos la voz de Chavela, proyectando el México marchito, que sin ser panfletario, es tranquilamente el más bello de todos los Méxicos.

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María Muñoz