“En Cuba la trova, el arte de hacer canciones pensantes, siempre se situó entre la canción de amor y la social. Mis composiciones también van por esas dos vías, pero he intentado armonizarlas más. En general el trovador, al cantar un tema urgente, se despreocupó de la música y se apoyó más en el texto. Lo que yo intento, es hacer una canción en la que haya un equilibrio entre música y poesía.”

–Santiago Feliú

El sábado pasado amanecí, otra vez, con ganas de Cuba. Tal vez fue el sol, que sin reparos, se coló por el ventanal de mi recámara, directo al edredón, de por si ardiendo, en el que despierto diario, el sol dorado, quemante, como el de la isla, y de pronto el aire me supo a Mar. Recordé entonces cuando en la Plaza de Armas de la Habana vieja se me derritieron las sandalias y pasé la semana entera descalza, no porque no tuviera más calzado, sino por puro y llano capricho, y recordé también un trece de agosto de no hace tanto.

El día que Fidel cumplió 75 años, hubo mucho movimiento desde temprano en la plaza vieja. La fuente todavía no tenía las rejas que tiene ahora, y los niños se metían a salpicarse con todo y ropa mientras sus madres, abochornadas por el sol de verano, les gritaban con abanico en mano que regresaran a su lado en ese preciso instante y amenazaban con porras y pellizcos. Otras de plano los ignoraban un rato y aprovechaban para encontrarse con las comadres del barrio, a discutir los nuevos chismes: Que Esther consiguió ya algunos hilos italianos para el zurcido de las camisas, de ese que no se ve, que las vende el turco de la Avenida 11; que andan diciendo que la señora Claudia se escapó a Matanzas con Julio, el muchacho que vendía las rosas en el mercado del malecón, qué barbaridad, qué escándalo…

Que la famosa receta de la tía española de Blanca para  sazonar el lechón ya se la había robado su suegra Lidia en una tarde de copas allá en su casa, mientras sus maridos jugaban a las damas chinas en la terraza, fumando puros apestosos en la calle de la Concepción, pero como no tiene pruebas, pues ni cómo acusarla, pobrecita, pero al cabo que no era la receta original de la abuela Camila, que esa la tienen bien escondida debajo de la almohada dentro de un sobre de cuero, mire no más que suerte.

Katia acababa de salir de la escuela, y Manuel ya me había dejado ir de la imprenta. Nos encontramos en la casa de Katia, en la calle 23, para caminar juntas a la Plaza Vieja, y nos llevamos a Ricky, su gallina, que nos seguía día y noche sin hacer un solo ruido, y conocía mejor las calles de la Habana que nosotras. Katia me ofreció unos zapatos suyos, muy lindos, pero yo preferí andar descalza, aunque me quemaran las piedras. Llegamos por fin a la plaza. Había allí muchos músicos, muchas flores, y todos con sus instrumentos a un lado listos, para empezar los homenajes apenas dieran las siete. Había violines, bajos, contrabajos, chelos, teclados, panderos trompetas, flautas, claves, tambores, y muchas, muchas guitarras. Todos los músicos, nerviosos, portaban en la camisa la bandera cubana, diminuta, con el número 75 pintado en negro en plena estrella. Inmediatamente me llamó la atención un señor, delgado, alto y con el pelo largo y despeinado, encima de una tarima de madera, sentado, fumando y con guitarra en mano, que cantaba versos a todo pulmón, muy para el disgusto de otros músicos, que nerviosos, intentaban estudiar las partituras que debían tocar para cuando Fidel llegara. El hombre se puso de pie, tomó unos lentes oscuros, se los puso, y bajó de la tarima, caminando justo hacia donde nos encontrábamos Katia y yo.

–Ponte zapatos, hija ­­–, me dijo, sonriendo, cuando pasaba junto de mi y yo me quitaba para abrirle paso entre tanta gente. Yo, cansada de los imperativos de los mayores, alcé la voz, divertida:
–¡Quítese usted las botas! – y miré cómo reía al darnos la espalda, meneando la cabeza.

Katia y yo, seguras de que habíamos cometido una grave falta, yo por gritarle, ella por estar ahí conmigo, tomamos a Ricky, quien soltó un chillido aterrador, y corrimos hasta el malecón. Cuando llegamos, nos tumbamos en las piedras. Después de reírnos largo rato, Katia me miró y soltó una carcajada. – Ese señor se llama Santiago, Santiago Feliú. Es amigo de mi papá desde hace muchos años. Es músico, y creo que es famoso –.

Once años después, en mi recámara, sonreía recordando ese trece de agosto. Santiago Feliú iba a estar en el Foro del Tejedor en la Colonia Roma, y José ya había comprado boletos para los dos. ¿Qué habrá sido de ese señor, casi cano? Me había enterado ya bien de su música, esa trova caribeña que si no es de amor es de protesta y si no es de protesta es simple poesía, de la que no necesita más adornos que el rato de coral que la hizo nacer, o la cal blanca de la pared de la casa de un amigo; esa guitarra que lo mismo ríe que llora, pero que más cuenta, juguetona, las historias de quienes la escuchan.

Llegamos justo a tiempo, José y yo, al Péndulo de la Colonia Roma, yo con el corazón en la garganta, él, como siempre, tranquilísimo. Ya se escuchaba a Feliú afinando su guitarra en el escenario, y con ademanes entusiastas, jalé a José del brazo hacia las cortinillas del foro. Tal vez empezaría con “Cuando en mi afán de amanecer”, o con “Gunilla, Marisa, Mónica y Ofelita”. Seguramente terminaría con “Para Bárbara”, y entre canción y canción, nos hablaría de Cuba, de las palmas y de la música.

Las dos horas que siguieron hicieron que del escenario y de Feliú brotara una fuerza tremenda, indescriptible, sin ninguna necesidad de alzar la voz más allá de la melodía, casi siempre dulce, de sus canciones. Su guitarra, perfectamente en armonía con su voz, hicieron vibrar hasta al más escéptico espectador, a quien no quedaba más remedio que cerrar los ojos y respirar música, música pura, con olor a Caribe, olor a las guayabas y a la leche de becerro y miel, mientras los demás nos dejábamos ir lejos, al más profundo sentimiento del ser humano que sufre pero que habla, que llora pero que canta, que miente, pero que ama. Y yo, yo solo me descalzaba con la mente, e imaginaba que haría un frío terrible afuera; acá ya no es verano, pensé, pero qué lindo otoño cuando se tiene la música, que sin ella ninguna estación vale para recomendarnos que nos calzemos.

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María Muñoz