Éste es un fragmento de Mi último suspiro, libro escrito por Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière.

Yo pongo en lo más alto el vino, especialmente el tinto. En Francia se encuentran el mejor y el peor (nada más deleznable que el coup de rouge de los bistrots de París). Siento gran cariño por el Valdepeñas español, que se bebe frío, en bota de piel de cabra, y por el Yepes blanco, de la provincia de Toledo. Los vinos italianos me parecen trucados.

En los Estados Unidos hay buenos vinos californianos como el «Cabernet» y otros. A veces bebo un vino chileno o mexicano. Y eso viene a ser todos.

Desde luego, nunca bebo vino en el bar. El vino es un placer puramente físico que no incita en modo alguno la imaginación.

En un bar, para inducir y mantener el ensueño, hay que tomar ginebra inglesa. Mi bebida preferida es el dry-martini. Dado el papel primordial que ha desempeñado el dry-martini en esta vida que estoy contando, debo consagrarle una o dos páginas. Al igual que todos los cócteles, probablemente, el dry-martini es un invento norteamericano. Básicamente, se compone de ginebra y de unas gotas de vermut, preferentemente «Noilly Prat». Los buenos catadores toman el dry-martini muy seco, incluso han llegado a decir que basta con dejar que un rayo de sol pase a través de una botella de «Noilly Prat» antes de dar en la copa de ginebra. Hubo una época en la que en Norteamérica se decía que un buen dry-martini debe parecerse a la concepción de la virgen. Efectivamente, ya se sabe que, según santo Tomás de Aquino, el poder generador del Espíritu Santo pasó a través del himen de la Virgen «como un rayo de sol atraviesa un cristal, sin romperlo». Pues el «Noilly Prat», lo mismo. Pero a mí me parece una exageración.

Otra recomendación: el hielo debe ser muy duro, para que no suelte agua. No hay nada peor que un martini mojado.

Permítaseme dar mi fórmula personal, fruto de larga experiencia, con la que siempre obtengo un éxito bastante halagüeño.

Pongo en la nevera todo lo necesario, copas, ginebra y coctelera, la víspera del día en que espero invitados. Tengo un termómetro que me permite comprobar que el hielo está a unos veinte grados bajo cero.

Al día siguiente, cuando llegan los amigos, saco todo lo que necesito. Primeramente, sobre el hielo bien duro echo unas gotas de «Noilly Prat» y media cucharadita de café, de angostura, lo agito bien y tiro el líquido, conservando únicamente el hielo que ha quedado, levemente perfumado por los dos ingredientes. Sobre ese hielo vierto la ginebra pura, agito y sirvo. Eso es todo, y resulta insuperable.

En Nueva York, durante los años cuarenta, el director del museo de Arte Moderno me enseñó una versión ligeramente distinta, con pernod en lugar de angostura. Me pareció una herejía. Además, ya ha pasado de moda.

Si bien el dry-martini es mi favorito, yo soy el modesto inventor de un cóctel llamado «Buñueloni». En realidad, se trata de un simple plagio del célebre «Negroni»; pero, en lugar de mezclar «Campari» con la ginebra y el «Cinzano» dulce, pongo «Carpano».

Este cóctel lo tomo preferentemente por la noche, antes de sentarme a cenar. También en este caso, la presencia de la ginebra, que domina en cantidad sobre los otros dos ingredientes, es un buen estímulo para la imaginación. ¿Por qué? No lo sé. Pero doy fe.

Como seguramente habrán comprendido ya, yo no soy un alcohólico. Desde luego, toda mi vida ha habido veces en las que he bebido hasta caerme; pero casi siempre se trata de un ritual delicado que no te lleva a la auténtica borrachera, sino a una especie de beatitud, de tranquilo bienestar, acaso semejante al efecto de una droga ligera. Es algo que me ayuda a vivir y a trabajar. Si alguien me preguntara si alguna vez en toda mi vida he conocido el infortunio de carecer de alguna de mis bebidas, le diría que no recuerdo que eso me haya ocurrido. Siempre he tenido algo que beber, ya que siempre he tomado precauciones.

Por ejemplo, viví cinco meses en los Estados Unidos en 1930, durante la época de la Ley Seca y, que yo recuerde, nunca había bebido tanto. Tenía en Los Ángeles un amigo traficante –lo recuerdo muy bien, le faltaban tres dedos de una mano- que me enseñó a distinguir la ginebra verdadera de la falsificada. Bastaba agitar la botella de un modo especial: la ginebra verdadera hacía burbujas.

También se encontraba whisky en las farmacias, con receta, y en determinados restaurantes se servía vino en tazas de café. En Nueva York, yo conocía a un buen speak-easy («hablen bajo»). Llamabas a la puerta de un modo especial, se abría una mirilla, entrabas rápidamente y, dentro, encontrabas un bar como cualquier otro, en el que había de todo.

La Ley Seca fue realmente una de las ideas más absurdas del siglo. Bien es verdad que, en aquella época, los norteamericanos se emborrachaban como unas cubas. Después, yo creo, aprendieron a beber.

Tenía también debilidad por los aperitivos franceses, el picón-cerveza-granadina, por ejemplo (la bebida predilecta del pintor Tanguy) y, sobre todo, el mandarín-curaçao-cerveza, que en seguida se me subía a la cabeza, más aprisa que el dry-martini. Desgraciadamente, estos admirables combinados están en trance de desaparecer. Estamos asistiendo a una espantosa decadencia del aperitivo, triste signo de los tiempos. Uno más.

Por supuesto, de vez en cuando también bebo vodka con el caviar y aquavit con el salmón ahumado. Me gustan los aguardientes mexicanos, la tequila y el mezcal; pero éstos no son sino sucedáneos. Por lo que respecta al whisky, nunca me interesó. Es un alcohol que no comprendo.

Un día, en uno de esos artículos médicos que vienen en las revistas francesas –Marie-France, si mal no recuerdo–, leí que la ginebra es un excelente calmante y un antídoto eficaz contra la angustia producida por los viajes aéreos. Decidí comprobar inmediatamente la veracidad de esta afirmación.

El avión siempre me había dado miedo, un miedo constante e irreprimible. Si uno de los pilotos pasaba por nuestro lado con cara seria, pensaba: «Se acabó. Estamos perdidos. Se lo leo en la cara.» Si por el contrario, pasaba sonriendo amablemente, me decía: «La cosa debe estar muy mal. Quiere tranquilizarnos.» Todos mis temores desaparecieron como por arte de magia el día que decidí seguir los consejos de Marie-France. En cada viaje, tomé la costumbre de prepararme una bota de ginebra, que envolvía en papel de periódico para que no se calentara. Mientras esperaba en la sala de embarque que llamaran a los pasajeros, echaba disimuladamente varios tragos de ginebra y en seguida me sentía tranquilo y contento, dispuesto a enfrentarme con las peores borrascas.

Si tuviera que enumerar todas las virtudes del alcohol, no acabaría nunca. En 1978, en Madrid, cuando desesperaba de poder continuar el rodaje de Ese oscuro objeto del deseo, a consecuencia de un mal entendido con una actriz, y Serge Siberman, el productor, estaba decidido a suspender la película, lo cual suponía una pérdida considerable, estábamos una noche los dos en un bar, bastante alicaídos, cuando, de repente –aunque, eso sí, después del segundo dry-martini– se me ocurrió la idea de hacer interpretar un mismo papel por dos actrices, algo que nunca se había hecho. Serge recibió con entusiasmo la idea, que yo le propuse como broma, y la película se salvó, gracias a un bar.

En Nueva York, en los años cuarenta, cuando era muy amigo de Juan Negrín, hijo del que fuera presidente de Gobierno de la República, y de su esposa, la actriz Rosita Díaz, un día, entre los tres tuvimos la idea de poner un bar que se llamaría «El Cañonazo» y que sería escandalosamente caro, el más caro del mundo. En él no se encontrarían más que bebidas exquisitas, increíblemente refinadas, llegadas de las cinco partes del mundo.

Sería un bar íntimo, muy confortable, de un gusto sublime, por supuesto, con una decena de mesas a lo sumo. En la puerta, para justificar el nombre, habría una vieja bombarda, provista de mecha y pólvora negra, que se disiparía a cualquier hora del día o de la noche, cada vez que un cliente hubiera gastado mil dólares.

Este proyecto, atractivo pero poco democrático, no llegó a ser puesto en práctica. Ahí queda la idea. Resulta interesante imaginar al modesto empleado de la casa de al lado que se despierta a las cuatro de la madrugada al oír el cañonazo y le dice a su mujer: « ¡Otro sinvergüenza que se ha gastado mil dólares!»

Imposible beber sin fumar. Yo empecé a fumar a los dieciséis años y aún no lo he dejado. Desde luego, pocas veces he fumado más de veinte cigarrillos al día. ¿Qué he fumado? De todo. Tabaco negro español. Hace unos veinte años, me acostumbré a los cigarrillos franceses: los «Gitanes» y, sobre todo, los «Celtiques» son los que más me gustan.

El tabaco, que casa admirablemente con el alcohol (si el alcohol es la reina, el tabaco es el rey), es un amable compañero con el que afrontar todos los acontecimientos de una vida. Es el amigo de los buenos y de los malos momentos. Se enciende un cigarrillo para celebrar una alegría y para ahogar una pena. Estando solo o acompañado.

El tabaco es un placer de todos los sentidos: de la vista (es bonito ver bajo el papel de plata los cigarrillos blancos, alineados como para la revista), del olfato, del tacto. Si me vendaran los ojos y me pusieran entre los labios un cigarrillo encendido, me negaría a fumar. Me gusta sentir el paquete en el bolsillo, abrirlo, palpar la consistencia del cigarrillo, notar el roce del papel en los labios, gustar el sabor del tabaco en la lengua, ver brotar la llama, arrimarla, llenarme de calor.

Un hombre llamado Dorronosoro, ingeniero español de origen vasco y republicano exiliado en México al que conocía desde la Universidad, murió de un cáncer de los llamados «de fumador». Tenía tubos por todas partes y llevaba una mascarilla de oxígeno que él se quitaba de vez en cuando, para dar una chupada a un cigarrillo, a escondidas. Fumó hasta las últimas horas de su vida, fiel al placer que le estaba matando.

Por tanto, respetables lectores, para terminar estas consideraciones sobre el alcohol y el tabaco, padres de firmes amistades y de fecundos ensueños, me permitiré darles un doble consejo: no beban ni fumen. Es malo para la salud.

Añadiré que el alcohol y el tabaco acompañan muy gratamente al acto del amor. Por regla general, el alcohol viene antes, y el tabaco, después. No esperen de mí extraordinarias confidencias eróticas. Los hombres de mi generación, españoles por añadidura, padecíamos una timidez ancestral con las mujeres y un deseo sexual que, como decía antes, tal vez fuera el más fuerte del mundo.

 (Unedited no tiene los derechos de este texto. Pero eso no importa.)