Burroughs tuvo una capacidad extraordinaria para describir con detalle los rincones obscuros de un abismo como el de las drogas. Quizá si Burroughs no hubiese tenido una infancia plena y sin carencias y una familia que le apoyara económicamente, si no hubiese estudiado tres áreas del conocimiento tan bastas como antropología, literatura y medicina, quizá, Burroughs no hubiera escrito lo que escribió, pero sobre todo no de la manera en la que lo hizo. Sus novelas y relatos reflejan la mente de un hombre culto y muy bien leído, que con las palabras de sus escritores preferidos, desde la casi total oscuridad de la cordura de la locura, hundido en la negra droga, con el abismo hasta el cuello, nos narra y describe cómo es un ser junky. Muchas veces resulta difícil creer que las palabras pertenecen a quien convivió con los mismos junkies que cayendo tan profundo después del pinchazo, todavía siguen con la aguja sangrando en la vena.

El almuerzo desnudo está compuesto por distintos relatos y textos y notas que Burroughs hizo bajo los efectos de la droga o, como dice él, durante la Enfermedad. Fue Jack Kerouac quien propuso el título: ALMUERZO DESNUDO: “un instante helado en el que todos ven lo que hay en la punta de los tenedores.”

Desde mi punto de vista, en sus páginas, Burroughs hace una crítica al sistema y a la coerción que ejerce la sociedad del orden; a los límites institucionales, a las morales establecidas, a la podredumbre de los sistemas financieros, a la corrupción de los cadáveres digestivos que presiden los Departamentos de Estado de los EE.UU.; a los psiquiatras que utilizan guantes de látex para hacer lobotomías a la fuerza porque sienten que tienen un “deber hacia la humanidad”. Describe los rasgos y las sustancias de las razas: “negros, polinesios, mongoles de las montañas, nómadas del desierto, políglotas del Cercano Oriente, indios… razas todavía no concebidas ni nacidas, mezclas aún sin realizar(…).” Pero además, los relatos tienen elementos que son alucinaciones de la conciencia de Burroughs, quien literalmente escribió drogado y retorciéndose sobre el suelo del abismo. Cuerpos desnudos de mujeres al borde del orgasmo atravesados por rayos de luz cegadora; ciempiés y otros insectos que emergen del cerebro de un loco al que practican una lobotomía; cucarachas que se arrastran por los techos y por las paredes llenando las habitaciones de gritos horrorosos.

Burroughs me parece que es realmente auténtico porque hace también un testimonio. No tiene problemas ni vergüenza en afirmar que él se conoció y vivió dentro de ese mundo. Nos lleva de la mano a conocer el abismo de la droga. Y, en mi opinión, hace una especie de estudio a su adicción. Escribe para comunicar cómo y por qué consumir es lo peor que puede pasarle a un hombre: porque al principio se piensa que es controlable, pero luego se deja de querer poder controlarlo. Describe las habitaciones que parecen chop suey, los taxis que tomaron en Time Square, las esquinas en las que los yonquis deambulan sonámbulos, despiertos en su delirio, con el espacio de la mente lleno de droga. Narra cómo los yonquis se pinchan en la vena o en lo que queda de su músculo, cómo la comen, la fuman, la mastican, la inhalan o se la meten por el culo; describe el rostro de los adictos, con sus ojos brillosos y sus pómulos salidos y su piel amarilla como de oriental. Nos cuenta cómo es el espacio en el que uno tiene que desenvolverse para conseguir la droga, cómo son los otros con los que se tiene que convivir; cómo viven los junkies, cómo es su cultura, cómo se escuchan los acentos. Cómo “la morfina pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca, y después se extiende una gran relajación que despega los músculos de los huesos y parece que uno flota sin límites, como si estuviera tendido sobre agua salada caliente.“

Burroughs no sólo trata sino que llega, irrumpe y golpea en el alma del lector. Con sus palabras se puede sentir al adicto. Nos comparte las emociones que provoca la droga: el miedo a no tener el siguiente pinchazo; el malestar físico que provoca el no pincharse, los sudores, las alucinaciones, los vómitos, las pérdidas de hambre y de sueño. Cuando uno es adicto, sin que para eso haya una receta específica, se vive para la droga. Se vive sólo para drogarse. Ser adicto: vivir siempre pensando en el siguiente pinchazo, que será el mejor, como el primero y el último.

Me parece que tiene sentido la siguiente pregunta: ¿Qué significa juzgar moralmente a Burroughs o a sus novelas? ¿Tiene valor ese juicio? ¿Desde dónde, en qué lugar, con qué actitudes observar y tratar de comprender sus textos? Se puede pensar que las drogas están mal, que hacen daño, que no debieran consumirse, que la sociedad debiera trabajar para erradicarlas. El hecho es que el consumo de determinadas drogas en ciertas cantidades y bajo ciertas circunstancias genera adicción. Pero el verbo drogar es un verbo reflexivo: la acción recae en el sujeto que la hace. Yo me drogo, tú te drogas, ella se droga y nosotros nos drogamos. La droga altera la personalidad, y es la conciencia de quien se droga la que genera una dependencia psicológica a la sustancia.

Sin embargo, existe también un juicio y una valoración social hacia la droga. Muchas veces son los otros, quienes no se drogan, los que dicen que la droga está mal o que hace daño o que no debería de hacerse. A los otros no les gusta que el yo se drogue. (Incluso la droga es considerada ilegal porque así lo han establecido leyes en códigos jurídicos que representan a un estado.) Desde ahí, desde ese lugar en el que sólo se rechaza la sustancia y se habla muchas veces desde la ignorancia, la droga se convierte en un tema tabú y, desde mi punto de vista, se termina por mal informar y por distorsionar el problema. ¿No tiene más sentido pensar que de hecho las drogas han estado, están y seguirán estando en el mundo? ¿No tiene más sentido pensar a las drogas como un hecho?

Un hecho es todo modo de actuar, pensar o sentir que los individuos experimentan y reproducen pero que, sin embargo, no es producto de su espontaneidad o de su generación. El hecho deviene de un proceso cultural histórico previo al nacimiento o a la integración dentro de un grupo social específico de un individuo determinado. Burroughs se hizo adicto, entre otras razones, porque la droga estaba en el mundo antes de que él la consumiera. Y si se tratan de suspender los juicios morales hacia la droga o hacia el daño que produce, se puede apreciar el valor de la obra y la vida de este escritor, porque nos permite conocer cómo es el hecho de la droga. Afortunadamente, Burroughs permite una apertura de criterios. Permite conocer y comprender, sin juzgar, las acciones de los junkies, sus modos de vida, sus prácticas, sus tendencias, su racionalidad y su mundo. La obra de Burroughs tiene, además de una innegable calidad, un valor heurístico y un valor sociológico. Y todo valor es bueno.

“Suele decirse que el poeta o el genio se adelanta a su propia época. Es cierto, pero solamente debido a que también es un ser profundamente de su época. No os detengáis, nos va diciendo. Todo esto ya ha ocurrido antes millones de veces.(Siempre adelante, decía Rimbaud).”

La cita anterior, escrita por Henry Miller en el Prólogo de la novela Los subterráneos, de Kerouac me hace posible tratar de dar una definición a la literatura de Burroughs. Incluso no necesariamente una definición sino una explicación a por qué escribió lo que escribió. ¿Se adelantó a su época porque fue profundamente de ella? No lo sé. Pero afortunadamente vivió y exploró y habitó la mente y traspasó los límites del pensamiento tecnificante, de las morales institucionales, de la Razón (así, con mayúscula), abriendo sus criterios y sus horizontes, buscando otras formas de consciencia. Porque sabía que sus tiempos ofrecían mucho más, Burroughs logró liberar su pensamiento, no lo encerró en las palabras de otros.

Burroughs tomó a las drogas y a los psicodélicos como religiones y ritos que alteraban la forma de pensar, cambiando entonces el mundo, porque el mundo es también su relación con la conciencia. Y trató de ver todas las imágenes de la mente; descubriendo sus rincones, conociendo al que quería hacer poesía, al ser que reflexionaba dentro de su cráneo. Descubriéndose a través de la vida cotidiana, debajo de los escombros y la basura de la sociedad del consumo, espiritualizó la sordidez e hizo de la droga un hecho espiritual.

Yo creo que Burroughs no esperó a la muerte. Burroughs miró las pupilas de la muerte, quizá cuando se encontró en un espejo, quizá inyectándose heroína en el pie derecho, sofocado en un cuchitril de la ciudad de Tánger, sobre el colchón en el que anoche había llevado a cabo un acto sexual con un marica adolescente. Y la muerte quizá le haya dicho qué es lo que estamos haciendo con la vida, qué es lo que se hace en las oficinas bancarias y en las oficinas burocráticas, reduciendo las personas a números escritos en códigos que asesinan su libertad y que imponen como verdades absolutas unos límites cínicos y falsos que son además pretenciosos de dinero. Leer y releer a Burroughs me hace tenerle una suerte de respeto por miedo. ¿Cómo se puede vivir la vida desde un abismo como el de la droga, que es muchas veces tan doloroso, y además hacerse de la valentía para narrarlo? Burroughs fue consciente de lo que hacía porque lo estaba escribiendo, su ser adicto fue un cadáver respirando el aire envenenado de la droga, y aconteció también como palabra.

Diego Puig